Desde hace algo más de un año, estoy escribiendo cuentos de ciencia ficción. El primero de ellos se publicó en la revista Sensacional, N°13, a instancias de su director, el infatigable Christian Vallini Lawson, a quien debo gran parte del entusiasmo que me llevó a tomar la birome y comenzar a combinar ideas y frases, y a partir de ahí continué escribiendo, aunque no he vuelto a publicar en la revista.
¡Pero el proyecto de publicar los casi 12 cuentos que llevo escritos en el año que ha pasado desde que comencé, ya se asomó en mi horizonte mental y afectivo!. Mientras voy viendo cómo y cuándo hacerlo, he aquí un adelanto; uno de los cuentos que más gusto me dio escribir:
Deutschland Über Alles
José Massaroli
Se
cierne ahora sobre el mundo una época implacable.
Jorge
Luis Borges
En
el bunker se vivían momentos de júbilo.
Adolf
Hitler alzó la copa de champán y dijo:
—Señores:
Los Aliados han firmado la rendición incondicional. ¡Hemos ganado
la guerra!
—Heil
Hitler! —clamaron los generales y ministros que colmaban el
reducido espacio, mientras chocaban fervorosamente sus copas
burbujeantes.
—¡Y
todo gracias a nuestra máxima arma secreta... ¡La bomba atómica!
—dijo el Führer con visible emoción. Llegó en el momento
más apropiado, cuando el enemigo nos creía vencidos y había bajado
la guardia.
—¡Los
dioses nos permitieron terminarla justo a tiempo! Los soviéticos ya
rodeaban el búnker y algunos derrotistas se atrevían a pedir la
rendición —dijo Himmler, con lágrimas en los ojos—. Nos hemos
ocupado de ellos, por cierto.
—Convengamos
en que el novísimo bombardero de larga distancia puesto en acción
por la Luftwaffe en abril, también contribuyó de manera decisiva a
la victoria, mein Führer —intervino, pomposo como siempre,
el mariscal Goering, tomando un bocadillo—. Sin esta maravilla de
la aeronáutica alemana, la bomba nunca hubiera podido alcanzar Nueva
York o Moscú.
—¡Por
supuesto, querido Hermann!... sin olvidar las bombas voladoras V3,
que nos entregó nuestro genial profesor Von Braun hace apenas unos
días. ¡Con ellas, París y Londres estuvieron a nuestros pies!
—respondió Hitler, palmeando con afecto al científico, que no
pudo reprimir una mirada socarrona en dirección al obeso mariscal.
—¡Por
los 1000 años del glorioso Tercer Reich! —brindó nuevamente el
ministro Speer.
Blondi,
la fiel perra ovejera del líder, sumó sus ladridos a las exultantes
exclamaciones que acompañaban el brindis. De pronto, mirando a su
amo, calló. Lo mismo hicieron todos.
El
Führer, dejando su copa sobre la mesa atestada de mapas y
papeles, había llamado a silencio. Haciendo girar distraídamente el
mapamundi que ocupaba una esquina de su escritorio, posaba su mirada
sobre América del Sur.
—¡Un
momento! —dijo.
El
ceño del flamante vencedor de la Segunda Guerra Mundial se
ensombreció. Le temblaba la mano que sostenía el mapa y le costaba
hablar. Con la otra mano llamó la atención de sus acompañantes
hacia el extremo sur del continente americano.
—Todavía
queda una nación con la que estamos en guerra...
—¡Oh,
sí! —dijo con desdén el ministro Goebbels— Hay un lejano país
que tuvo la inaudita osadía de declararnos la guerra no hace mucho,
cuando el mundo entero creía que estábamos totalmente aniquilados,
sin ninguna posibilidad de recuperarnos y pasar a la ofensiva.
—¡Una
puñalada por la espalda, sin duda! —acotó el General Jodl.
—¡Un
país al que teníamos por amigo!— se indignó Himmler, con el
rostro enrojecido—. ¡Esto no puede quedar así!
—Claro
que no —dijo Hitler, levantando sus ojos del mapamundi. Sus ojos
refulgían enfebrecidos bajo el terrible ceño que sus generales
habían aprendido a temer.
Hubo
un prolongado silencio en el búnker. Desde afuera llegaba el rumor
de las exclamaciones de júbilo de los berlineses y las marchas
militares. La primavera había llegado y era un resplandeciente
mediodía de fines de abril. Se oía el ruido de los pesados tanques
Tiger que desfilaban entre las ruinas y escombros, todavía
humeantes, de las avenidas destruidas por los bombardeos aliados,
ahora llenas de banderas y estandartes, y una rauda escuadrilla de
Messerschmidt 262, aclamada por la multitud, cruzaba victoriosa los
cielos de Berlín.
Entonces,
solemnemente, Hitler habló.
—Mariscal
Keitel, comience inmediatamente los preparativos para la invasión de
la Argentina.
—Jawohl,
mein Führer!
La
guerra aún no había terminado.
Dieter,
a través de la ventana, veía el parque del Edén Hotel, donde se
hallaba pasando unos días. Se dijo que no podía haber un lugar más
bello y tranquilo en todas las sierras. El cielo estaba gris, soplaba
el viento anunciando tormenta y hacía frío aquella tarde de
septiembre de 1952. Todo invitaba a quedarse en la habitación junto
a un humeante pocillo de café y seguir leyendo aquellos extraños
apuntes que más se parecían a un cuento de ciencia ficción que a
un diario personal.
—¿Cómo
es posible? —se preguntó— ¿Será una broma? Se ve tan verosímil
lo que cuenta este diario…
Nadie
le respondió. Se hallaba solo en la habitación del hotel. Dieter,
periodista de vacaciones, había llegado al valle de Punilla para
completar una postergada investigación sobre la inmigración alemana
en las sierras de Córdoba, y le pareció muy adecuado comenzar por
el viejo hotel de fama internacional, administrado anteriormente por
los hermanos Eichhorn, de origen germano, y ahora, tras la guerra, en
manos de un consorcio argentino. Allí habían sido internados
algunos marinos del Graf Spee, hundido por su propio capitán en el
Río de la Plata en 1939, y muchos de ellos, cuando Alemania fue
derrotada, se radicaron definitivamente en la región.
El
día anterior, durante una entrevista con un veterano maquinista del
acorazado, un tal Hans Zimmer, un tipo bajo, robusto y de ojos
achinados, en una confitería de la avenida principal, éste le había
alcanzado una vieja y gastada cartera de cuero, rota en el lugar en
que había tenido una cerradura. En ella abultaban amarillentos
papeles roídos por el paso del tiempo.
—Tal
vez le sirvan estos apuntes que dejó mi compañero Ludwig en la
habitación que compartíamos; un tipo raro, de dudosa lealtad al
partido. Desapareció misteriosamente un día, en los alrededores del
hotel y nadie volvió a saber nada de él; tal vez se fugó con la
chica que hacía la limpieza, que también desapareció. Muchos
lograron escapar en esos tiempos. Puede que a usted le interesen
estas divagaciones, si es que logra descifrarlas —dijo el
maquinista con una sonrisa enigmática.
De
regreso en el hotel, Dieter sacó de la cartera los papeles, hojas
arrancadas a un cuaderno escolar, escritas a mano en alemán con
letra prolija pero nerviosa; los puso sobre la mesa, junto al vacío
pocillo de café y los desplegó. La primera página decía así:
"Enero
25 de 1943. Hoy es el primer día en que puedo sentarme a escribir
desde que llegué al Eden Hotel, un majestuoso edificio perdido en
medio de las sierras de Córdoba. Me ha tocado compartir una
habitación más bien pequeña, con otros dos camaradas del barco,
pero dentro de todo no está mal. Se halla en una de las torres que
dan apariencia de castillo a la lujosa construcción. Las camas son
cómodas, la ropa limpia y gracias a la ventana que da al parque la
vista es magnífica y muy buena la ventilación.
Enero
27. Ya me voy acostumbrando a la vida en este remoto lugar del mundo
llamado La Falda, donde el azar de la guerra me ha traído, así como
antes me acostumbré a aquella isla, Martín García. Extraño mi
barco, eso sí; era feliz en el Graf Spee y me da mucha pena
imaginarlo yaciendo para siempre bajo aquellas aguas barrosas. Pero
la vida continúa. Por ejemplo, la chica que viene todos los días a
asear la habitación, no sólo es bonita sino simpática; me recuerda
a la novia que dejé en Kiel, aunque en versión mestiza: largo
cabello negro (ala de cuervo), ojos del mismo color y piel morena.
Lástima que no habla alemán, pero por señas nos entendemos
bastante bien. Cosa curiosa: me dijo que, según le contaron los
administradores, en esta misma habitación se alojó nada menos que
el sabio Albert Einstein, cuando estuvo en la Argentina allá por
1925.
—Bueno...
decir "se alojó" es demasiado —me aclaró Hans—. El
maldito judío sólo durmió una siesta aquí tras el banquete que le
ofrecieron en el salón comedor, y luego siguió viaje en el mismo
trencito en que nos trajeron a nosotros.
—Será
judío, pero ha descubierto grandes cosas —le dije, algo molesto
por el fanatismo nazi de mi camarada—. Es una pena, sí, que se
haya tenido que marchar a los Estados Unidos, donde sus conocimientos
les serán muy útiles a nuestros enemigos. ¿Qué ganamos con
perseguirlo tanto?
—No
lo necesitamos —declaró taxativamente Hans—. Podemos crear
grandes y poderosas armas sin su ayuda.
No
quería discutir sobre política, de modo que me di vuelta en la cama
y traté de dormir. El sueño no acudía y por eso cada tanto abría
los ojos. No había mucho que mirar en aquella estrecha habitación,
claro; cada vez más somnoliento, yo deslizaba la vista de una tabla
del piso a otra, admirando lo ajustado y preciso de su encastre. De
pronto advertí una irregularidad que me molestó, ya que destruía
la sensación de perfección germánica con que me deleitaba. Una
pequeña ranura apenas visible entre dos tablas, cerca de mi cama.
Nada especial. Sólo el insomnio hizo que le prestara atención.
Febrero
2. No nos llegan muchas noticias desde Alemania, pero parece que las
cosas se están complicando. Espero que el Führer y su corte
de locos no nos lleven a un desastre. Hoy la chica me sonrió.
Agustina, dice que se llama.
Febrero
3. ¡Algo de bueno tiene el hastío! Me había quedado sólo en la
habitación (Hans y su fanatismo más la estulticia de Helmuth, mi
otro compañero de habitación, me cansan un poco) y, reparando
nuevamente en la ranura que antes mencioné, decidí ver qué hay
debajo, ya que me pareció ver un brillo en el fondo del hueco,
cuando le dio la luz del sol de la mañana. Mi curiosidad dio buen
resultado: al sacar las dos tablas encontré una vieja y gastada
cartera de cuero, cerrada con llave. La llave no se veía y ya estaba
por romper la cartera cuando oí llegar a Hans y Helmuth por el
pasillo.
Escondí
todo bajo mi colchón y volví a colocar las tablas en su lugar. Esta
cartera será mi secreto.
Febrero
6. ¡Al fin dispuse de un momento de soledad en la habitación y pude
echar un vistazo al contenido de la famosa cartera! (Tuve que
romperla, claro, al no disponer de la llave). Al principio sentí una
leve decepción, ya que apenas contenía algunas páginas
manuscritas, llenas de fórmulas y ecuaciones apretujadas y
salpicadas de tachaduras y correcciones. Por un momento me acordé
del sabio Einstein, que había estado en aquella misma habitación,
pero rápidamente descarté el pensamiento de que esas anotaciones
desprolijas y casi incomprensibles pudieran pertenecer al descubridor
de la Ley de la Relatividad y la Cuarta Dimensión... ¡Sería
demasiada casualidad!
Guardé todo velozmente al oír pasos, pero esta vez se trataba de
Agustina, que traía el mate y la pava. La simpática nativa me está
enseñando el arte de beber este extraño brebaje de los lugareños.
Sí, es un tanto antihigiénico, de acuerdo, porque obliga a
compartir la bombilla, pero su sabor es estimulante y propicia la
comunicación. Solemos "matear", como dicen aquí, y
conversar, dentro del precario dominio del español que voy
adquiriendo a fuerza de larga práctica y de infinitos mates.
Febrero
9. El calor es agobiante. Por eso busco la sombra de los árboles
cercanos, donde escribo estas líneas, y, para entretener las largas
horas de la siesta (otro irrenunciable hábito de los lugareños que
no logro adquirir), voy tratando de descifrar las fórmulas halladas
en la cartera misteriosa. ¡Ah, sí! Olvidaba hacer constar que mi
profesión en la vida civil es la de ingeniero; de ahí que yo posea
sólidos conocimientos de física y matemáticas. Ellos me permiten
emprender esta ardua tarea, sin duda superior a mis fuerzas, pero que
sirve para distraerme durante el prolongado cautiverio. Parecen tener
que ver, estas ecuaciones, con el tiempo y el espacio y las nuevas
ideas acerca de la geometría no euclidiana. Tal vez no sea tan
descabellado, después de todo, suponer que provengan de la misma
mano de Albert Einstein. ¿Tal vez las olvidó aquí? O las
escondió... pero ¿de quién? Los nazis no existían en 1925, cuando
él visitó estas tierras.
Febrero
14. ¡Un hallazgo! En una hoja que se me había pasado por alto,
aparecieron las instrucciones, escritas por la misma mano que las
anteriores, para armar una especie de aparato electromagnético, un
generador o mecanismo similar. No alcanzo todavía a comprender su
propósito, pero me da la impresión de que yo podría llegar a
construirlo si dispusiera de los elementos y herramientas apropiados.
¿Cómo conseguirlos en este rincón perdido de Sudamérica? ¡He ahí
la cuestión que me obsesiona! ¡Tiene que haber una manera!
Febrero
22. ¡Por supuesto! La solución se presentó de manera natural:
¡Agustina va a conseguirme esos elementos! ¡Sí, ella conoce a un
ferretero amante de la ciencia que tiene su pequeño negocio cerca
del hotel, en la avenida principal, y, con tal de que yo comparta con
él mis descubrimientos, está dispuesto a facilitarme todo lo que
necesite! El hombre es de origen austríaco, Schultz, por eso nos
entendemos perfectamente; parece discreto, y esta mañana ha venido a
verme para ponernos de acuerdo. Le interesa la electrónica, además.
¡Estoy muy contento!
Marzo
3. Ayer mismo, a la hora de la oración, como dice graciosamente
Agustina, recorriendo los alrededores, fui remontando el curso de un
arroyo cercano, y cerca de su fuente encontré una cueva muy
apropiada para instalar los artefactos que me proveerá el ferretero
Schultz. Me acompañaba la chica, que oficiaba de guía y, no debería
mencionarlo dado que me considero un caballero, pero no puedo dejar
de mencionar que ella se mostró singularmente afectuosa conmigo y
entusiasmada con el proyecto. ¡Hoy mismo voy a comunicarme con
Schultz para que me lleve los elementos a ese lugar!
Marzo
11. ¡He dado comienzo a los experimentos! Una vez conectados los
dispositivos electromagnéticos mencionados en las instrucciones de
Einstein (¡Sí, ya no tengo dudas de que él sea el autor! ¡Estas
ecuaciones son demasiado brillantes!) Tras hacer llegar la energía
eléctrica a la cueva por medio de un cable que logramos conectar
clandestinamente durante la noche, bajé la palanca de encendido y la
extraña máquina empezó a funcionar. Es decir, a mover sus
engranajes y antenas magnéticas, activar sus válvulas y electrodos,
girar sus manecillas, encender sus reflectores y emitir un sonido
agudo y discordante, muy fuerte, que me preocupó porque podrían
oírlo desde el hotel. Apagué todo y al salir noté cierta
luminosidad en el interior de la cueva y un olor extraño en el aire.
Por un momento me sentí algo mareado, como si estuviera dentro de
una nube de gas; pero luego se me pasó.
Marzo
16. ¡Los resultados son maravillosos! Cada vez que enciendo el
aparato, el lugar parece transformarse. Todo brilla y se oscurece
alternativamente, al ritmo de los rayos de luz que brotan de los
reflectores que van adosados a tubos catódicos y bobinas
magnetizadas; luego se transparentan las paredes de piedra maciza
y... Me pregunto si todo esto tendrá algo que ver con el tiempo.
¿Tal vez con la cuarta dimensión, una de las obsesiones de
Einstein? Anoche estaba conmigo el viejo Schultz y parecía asustado.
Creo que no volverá. ¡Pero no importa, tengo que seguir
investigando!
Marzo
19. Yo también empiezo a asustarme. Ayer, al encender el aparato se
produjeron cambios como los que mencioné antes, pero con mayor
intensidad y duración. Es como si la caverna se desvaneciera y otros
elementos, otras cosas (¿otro mundo?), ocuparan su lugar o se
superpusieran en el mismo espacio. Nunca vi nada igual. Estos efectos
habrán alarmado también al sabio, supongo, si es que llegó a
construir la máquina o a preverlos. No quiero que se descubra el
secreto de la cueva. ¡Es algo demasiado importante como para que
caiga en manos de nazis inescrupulosos como Hans o el teniente Hesse!
Y creo que Helmuth. a pesar de su aparente indiferencia, también
sospecha algo. Por eso es que sigo dudando si continuar o no con los
experimentos; últimamente me andan siguiendo y tengo que cuidar mis
movimientos hasta el punto de que estoy pensando en abandonarlo todo.
Sólo hay una forma de averiguar si vale la pena correr el riesgo...
pero no sé si tendré el valor de seguir adelante.
Marzo
21. ¡Esto va más allá de lo imaginable! Tras encender la máquina,
se produjo una especie de niebla roja en el fondo de la cueva. La
niebla avanzó hacia mí y en poco tiempo me envolvió; no pude
escapar, paralizado, experimenté sensaciones que jamás había
sentido antes. Todo se transparentaba. Fue alucinante. Luego, la
niebla se disipó de a poco, y pude ver que el interior de la cueva
estaba cambiado; era y no era la misma cueva.
Absorto, me quedé sumido en la contemplación de aquel fenómeno,
hasta que de pronto reaccioné al ver que la nube regresaba, me
envolvía nuevamente y me dejaba sin aliento. Caí al suelo, casi
desvanecido. Cuando recobré el sentido, vi que la caverna había
vuelto a ser la de siempre. Apagué la máquina y, tambaleando, salí
de la cueva.”
Así
terminaba el diario del anónimo marino del Graf Spee. ¿Sería real
lo que contaba? ¿Había logrado crear un pasaje a otra dimensión o
a un mundo paralelo? ¿Se trataba simplemente del delirio de un
desequilibrado, o de una ficción, acaso? Dieter no lograba decidirse
por una de esas posibilidades (“imposibilidades”, se dijo).
Atónito, perplejo, confuso, el periodista meditó largamente.
En
eso estaba, sin llegar a ninguna conclusión, cuando alguien golpeó
a su puerta. Se levantó y al abrir, se encontró con un anciano alto
y enjuto, calvo, con grandes bigotes blancos y barba descuidada.
Estrechaba contra su pecho una carpeta negra.
—Disculpe
que lo moleste, señor —dijo con marcado acento germánico—. He
oído que usted anda investigando sobre los alemanes en esta ciudad,
sobre todo, los que venían en el Graf Spee, ¿Es cierto eso? Si es
así, le traigo algo que le puede ser útil.
—Así
es, mi amigo. Todo lo que tenga que ver con los inmigrantes alemanes,
mis antepasados, me interesa. Adelante, pase, póngase cómodo.
Luego
de algunas concesiones a la urbanidad, el anciano, sentado en la
única silla de la habitación, fue directo al grano:
—Mi
nombre es Schultz, Friedrich Schultz. –dijo mientras sacaba algo de
la carpeta—. He venido a entregarle este cuaderno, que he
conservado durante años. Su contenido nunca dejó de asombrarme, se
lo aseguro, desde que la persona a quien pertenecía desapareció sin
dejar rastros. Era un tripulante del acorazado Graf Spee, que estaba
internado en este hotel.
—¿Un
tal Ludwig?
—Así
es. Por sus confidencias, yo sabía que él temía que estos apuntes
cayeran en manos equivocadas. Cuando desapareció, me atreví a
ingresar a la cueva en la que él hacía no sé qué experimentos, y
allí encontré el cuaderno. El tiempo transcurrido me hace pensar
que este muchacho ya no volverá. Creo que se trata de algo muy
importante y tal vez usted sepa qué hacer con esto.
Dieter
tomó el cuaderno de sus manos temblorosas. El anciano hizo silencio,
dando a entender que ya no tenía nada más que agregar a lo dicho.
Finalmente, tras las reiteradas preguntas del periodista, musitó:
—Sólo le diré una cosa, mein Freund: No entre en esa
cueva, si es que la encuentra. ¡Por Dios, no entre!
Schultz se despidió nerviosamente, y descendió con premura las
escaleras del hotel. Dieter pensó en seguirlo, pero la curiosidad
por ver el contenido del viejo cuaderno pudo más. Encendió el
velador y comprobó con estupor que sólo quedaban unas pocas hojas;
el resto había sido arrancado, y esas hojas que quedaban... ¡eran
la continuación del diario de Ludwig!
“Abril
22. Pasé un tiempo sin acudir a la cueva, cuya entrada dejé bien
cubierta de arbustos espinosos. La vigilancia de Hans y el teniente
se volvió bastante notoria en los últimos días, y preferí esperar
a que se les pasara el entusiasmo por espiarme. Por fin hoy, hace
unos minutos, aprovechando un descuido de los camaradas, que estaban
jugando al truco con unos lugareños que les presentó Agustina, pude
llegar a la cueva sin ser advertido. Aquí estoy, tomando notas de
los acontecimientos que se desencadenan aceleradamente desde que
encendí de nuevo el aparato de Einstein.
Las
cosas empezaron de la manera acostumbrada: luces espectrales de
procedencia indeterminada, transparencia creciente de paredes y
suelo, un sonido inclasificable que se vuelve ensordecedor... Aparece
la nube roja… avanza… Otra vez aquel olor magnético. Ya estoy
por apagar el aparato cuando todo cambia: la transparencia se hace
total, hasta el punto de que ya no se ven las rocas ni el piso. Tengo
la sensación de estar en el aire, como si flotara. Como si cayera.
Desde el fondo de la cueva llega un rayo de luz azul muy fuerte que
me atrae de manera inexplicable. Trato de no avanzar hacia allí,
pero no puedo impedir dar un paso y otro y... de pronto,
inesperadamente, ¡llega Agustina!
—¡Tenés que salir de aquí, Ludwig! ¡Tus camaradas han
descubierto los papeles en tu habitación y vienen en camino!
La estrecho entre mis brazos para calmarla, y en ese momento veo a
Hans y al teniente avanzando hacia la cueva… ¡Los veo a través de
las paredes de piedra, que se transparentan cada vez más! ¡Están
muy cerca!
Si
entran aquí, estoy perdido: ¡se apoderarán de todo, me obligarán
a hablar, querrán llevarle estos secretos a Hitler... ¡sólo hay
una cosa que puedo hacer!... ¿Abandonar la máquina?... ¡No! ¡Me
la llevo, no debo dejar rastros! Tomo a Agustina de la mano y me
lanzo con ella hacia al fondo de la cueva. La roja luz me envuelve,
me atrae irresistiblemente, siento frío, calor, vértigo... ¡Qué
hallaré al otro lado?... ¡Oh, Dios, el cuaderno quedó en la
habitación... espero que Schultz...! Ya es tarde para retroceder...
¡Oigo la voz cercana de Hans vociferando improperios... ¡Caemos!"
Pensativo,
consternado, tras quedarse mirando largo rato los negros nubarrones
que se cernían sobre las sierras, el periodista se dijo:
— Parecería que los compañeros de Ludwig finalmente nunca
encontraron la entrada a la cueva. Habrán seguido de largo.
Si ellos, que seguían de cerca a Ludwig no pudieron hallar aquella
entrada, ¿la encontraría él, después de tanto tiempo? Lamentó no
haberle pedido más datos al ferretero. No parecía posible, pero
tenía que intentarlo... ¡Dieter necesitaba constatar si había
existido aquel extraordinario experimento! ¿Y cómo pudo Ludwig
entregarle estas últimas hojas de su diario a Schultz? ¿Acaso
regresó? se preguntó presa del desconcierto. ¿A dónde conducía
esa especie de túnel luminoso que se abría en el fondo de la cueva?
¿Qué había sido de Ludwig? Lo menos que Dieter podía hacer era
tratar de averiguarlo. Luego vería.
Bajó las escaleras del hotel, pasó junto a la pequeña piscina en
desuso, y se dirigió a los fondos. Cruzó unos alambrados y se halló
en un bosquecillo de talas. El viento arreciaba. Sabía que se
hallaba al pie del cerro El Cuadrado, vecino a La Banderita, éste
último, el más alto de la región, algo más de 1400 metros sobre
el nivel del mar. La cueva debía encontrarse entre ambos,
seguramente a la vera del arroyo El Chorrito, que bajaba desde la
vertiente que brotaba en medio de ambos cerros, un sitio muy
frecuentado por los turistas. Hacia allí encaminó sus pasos.
La
cueva no aparecía, la lluvia era inminente y el periodista, cansado,
estaba a punto de desistir cuando, casi tapados por un alto paredón
de piedra, unos matorrales espinosos y resecos le llamaron la
atención. Parecían haber sido puestos adrede para ocultar algo. Los
apartó con cuidado, no sin pincharse un par de veces con las largas
y agudas espinas. El interior de la cueva era muy oscuro, pero el eco
de sus pasos indicaba que no tenía mucha profundidad. Tuvo que
apartar una red de telarañas y agacharse un poco para poder llegar
hasta el fondo.
Dieter empezó a temblar. De pronto, insensiblemente, se sintió
atraído por una extraña fuerza proveniente del fondo de la cueva.
Tal vez sólo se trataba de su emoción, la de saber que estaba
siguiendo los pasos de alguien que había ido más allá de lo
conocido. Tocó la pared del fondo. No parecía roca. Tenía una
consistencia casi gelatinosa, irreal. Tuvo la sensación de que la
podía atravesar con la mano si la extendía... y eso hizo.
Una
sensación de frío le recorrió el brazo y lo hizo estremecer.
¿Debía seguir adelante? ¿No estaría poniendo en riesgo su
integridad física o su misma vida? Nadie sabía que él estaba allí,
nadie vendría a rescatarlo si le pasaba algo. No tuvo más tiempo
para seguir reflexionando: la fuerza que lo había atraído se hizo
repentinamente más poderosa y ya no pudo resistir. ¡De pronto,
vertiginosamente, estaba cayendo, atravesando aquél suelo de piedra
como si fuese niebla!
Cuando
despertó, se hallaba tirado en el piso de la cueva. Aterido de frío,
temblando, Dieter sólo atinó a incorporarse y salir de allí a toda
prisa. La tormenta que antes se anunciaba a lo lejos, ya se desataba.
Su mente se fue aclarando poco a poco al respirar el aire puro del
exterior. Bordeando el arroyo, al llegar tropezando a un alambrado
que lo cruzaba, vio el cartel: decía "Der Kleine Bach".
—Pero...
estoy seguro de que el cartel decía El Chorrito, en castellano...
—se dijo.
Siguió
caminando. El fresco de la noche lo fue despejando, aunque seguía
bastante confundido. Caían las primeras gotas.
En
la entrada del hotel todo estaba igual que antes, todo normal...
excepto la gran bandera alemana izada en lo alto de un largo mástil
ubicado justo frente a la escalinata principal. Arriba del edificio,
se destacaba entre relámpagos, la estatua del águila germánica. Se
escuchó un trueno lejano, luego otro.
—¡No
puede ser! —se dijo Dieter, secándose el sudor frío que le corría
por la frente con el dorso de la mano—. ¡El gobierno argentino
bajó esta águila cuando le declaró la guerra a Alemania, en marzo
del '45!
Atónito,
subió las escaleras. Se cruzó con gente bien vestida, turistas, que
pasaban conversando tranquilamente en perfecto alemán.
Para
serenarse y tratar de pensar un poco, se sentó a una de las mesas
que había en la galería que daba al parque. La vista del elegante
parque, pese a la lluvia, era espléndida esa noche, con todas las
luces encendidas y los leones de mármol brillando bajo la lluvia.
Una suave música surgía del interior del salón comedor, una música
que el periodista, aunque le resultaba familiar, no lograba
identificar... Echó un vistazo al menú y apenas le sorprendió
comprobar que todo estaba escrito en alemán, con la traducción al
castellano, más pequeña, debajo. Oyó la caída del primer rayo.
Se
levantó, casi con resignación, y al llegar a su habitación se
encontró con un ejemplar de la revista "Der Spiegel"
sobre su cama. La hojeó sin ganas, pasando por alto la nota de tapa,
cuya foto a gran tamaño mostraba a Hitler rodeado por su estado
mayor, señalando el mapa de Sudamérica. Se anunciaban
espectaculares revelaciones sobre el final de la guerra. Se recostó.
Cerró los ojos, trémulo, afiebrado, pero ya en paz, y pensó:
—Alemania
ganó la guerra, no hay duda. Luego invadió la Argentina y ahora
aquí estamos. Pasamos de ser colonia inglesa a ser colonia alemana.
Antes
de quedarse dormido, se escuchó decir:
—¡Qué
locura la del marinero del Graf Spee! ¡Imaginar que la historia pudo
haber sido distinta! ¿A quién se le ocurre que los Aliados podían
haber vencido? El encierro lo volvió loco, seguramente.
Afuera,
a través de las ventanas iluminadas por los relámpagos, se veía el
lujoso salón comedor del Eden Hotel, en el que descollaba un enorme
retrato del Führer rodeado de banderas nazis. Allí, los
huéspedes cenaban apaciblemente mientras conversaban en alemán
sobre las nuevas imposiciones a la Argentinische Republik por
parte del Internationaler Währungsfonds y el Weltbank,
la inflación imparable, el derrumbe de la economía por enésima
vez, las protestas populares duramente reprimidas y las próximas
elecciones.
En el piano, una bella muchacha rubia y de ojos azules tocaba con
sentimiento "Deutschland Über Alles".
FIN